Ojo al gato: Los intereses criminales que ganarán el 2 de junio
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Ignacio Alvarado Álvarez
Entre junio de 2023 y mayo de 2024 se registraron 272 actos violentos en contra de personas relacionadas con el proceso electoral. De ellos, 82 terminaron en asesinato, 65 en atentado, 17 en secuestro y 108 en amenaza. Esa es la estadística del Laboratorio Electoral, un equipo de académicos que analiza, entre otros, la violencia relacionada con las campañas políticas. La cifra de candidatas y candidatos muertos tras un ataque directo es de 30, de acuerdo con registros de los medios de comunicación. En ese contexto, el Gobierno de la República informó la semana pasada que 492 políticos en contienda cuentan con medidas de seguridad y que se ha desplegado en territorio una fuerza extraordinaria de 27,200 elementos para vigilar la jornada. En un país que elegirá representantes a más de 20 mil cargos, los números parecerían pocos. Pero no lo son.
El recuento de estos meses obliga a revisar las contiendas pasadas. La suma de asesinatos, renuncias por intimidación y atentados son el punto visible del juego de intereses que representan los procesos electorales, no solo el de una realidad ajustada al cómputo. En febrero, el Colegio de México presentó un estudio sobre violencia electoral, centrado en los 32 asesinatos de candidatos y candidatas en 2021. En Urnas y Tumbas, los investigadores del Colmex ofrecen datos relevantes. Por ejemplo, que 85 por ciento de las víctimas de homicidio aspiraban a cargos municipales y en su mayoría eran opositores al alcalde en turno. De ellas, solo ocho por ciento recibió amenazas previas. Si bien se desconoce la cifra negra, es decir, aquellos casos sin denuncia, basta con ir a un puñado de distritos electorales para entender el porqué de los silencios.
El dato del Colmex importa por un hecho en particular: el marco de referencia política. La lectura siguiente es estrictamente mía, no de quienes participaron en el estudio. Desde emprendida la “guerra contra el narco” por el gobierno de Felipe Calderón, la inmensidad de investigaciones, tanto de academia como de periodismo, atribuyen en automático la violencia y el terror a los “cárteles de la droga”. Si en el pasado eran los Z, hoy es el CJNG. Las siglas cambian, no así las narrativas. El clima violento que envuelve los procesos electorales desde 2009 se atribuye indistintamente a los interese de las organizaciones criminales metidas al negocio de la droga. “Crimen organizado” es, para efectos prácticos, sinónimo de “cártel”. Y ambas acepciones caen en el error. Confundir términos o sintetizar todo a partir de una sola descripción general, beneficia al sistema de gobierno en su conjunto y sobre todo a esos otros perpetradores del caos.
El factor de los grupos delictivos que producen y trafican con drogas desde luego está presente, pero dista de ser exclusivo. Durante años entrevisté alcaldes y otros funcionarios de orden local, así como a incontables mujeres y hombres en busca de un cargo de elección popular. La amenaza en torno suyo, cuando existió, provino de los cuerpos de seguridad pública o de los altos caciques de cada región. Lo mismo aquellos que incursionaron en contiendas federales, tuvieron advertencias y agresiones directas de grupos paramilitares o mercenarios que siempre aludieron intereses de orden político o empresarial, y no criminales. La corrupción institucional construyó una estructura paralela al Estado, altamente lucrativa, tanto o mucho más que el mercado de los narcóticos o el secuestro. Ocurre, sobre todo, en zonas provistas con recursos minerales y energéticos, y enclaves en los que se han proyectado obras para dar salida a esos recursos.
El capital que se invierte en campañas es otro factor que explica la violencia electoral. Las elecciones, me ha dicho más de un operador financiero en el norte del país, se ganan con dinero, no con ideología. Para una ciudad de millón y medio de habitantes hay que invertir 20 millones de pesos en efectivo el día de la jornada, si lo que se quiere es ganar la presidencia municipal. Eso, y no el amor al partido o los candidatos, es lo que moviliza el voto. El nivel de inversión directa en las campañas desde luego tiene más de una razón, y ninguna de ellas es un acto de caridad. Por décadas, el gobierno ha instrumentado mecanismos y áreas descentralizadas para atajar la corrupción. La evidencia demuestra que siempre han sido una farsa. La obra pública multiplica la inyección de los millones en cada proceso, pero si uno revisa las páginas de transparencia se dará cuenta que la obra es solo una cara del dinero público que se mueve para engrosar las cuentas de políticos y empresarios afines.
La corrupción no es privativa de ningún partido. Ocurrió con el PRI y con el PAN, con el PRD y ahora con Morena. Las candidatas y los candidatos pueden afirmar lo opuesto, y desde luego habrá inocentes que les crean, o millones a los que francamente les importa poco. La política como botín, o el ejercicio de ella o de la función pública como propósito enriquecedor, es un hecho. Basta echar un vistazo también a la lista de candidaturas plurinominales para entender porqué figuran en ella personajes con antecedentes penales, con procesos abiertos, con pasados nebulosos o presentes cuestionables. El domingo que viene habrán de celebrarse los comicios más numerosos de la historia. Si nos apegamos a las encuestas, no habrá sorpresas en la elección presidencial. Falta ver qué pasará en los estados que eligen gobernador, o en el resto que votará por representantes en el Congreso y los miles que darán forma a los ayuntamientos. La pregunta no es quién ganará, sino quiénes realmente habrán de gobernar.