Ojo al gato: ¿Qué hay bajo la tierra? Otras claves para comprender la violencia
Foto: Especial
Ignacio Alvarado Álvarez
El año comenzó con tres sucesos violentos ampliamente difundidos por medios y redes sociales. Los tres ocurrieron en Guerrero, dos en las inmediaciones de Tierra Caliente y uno a las puertas de la región de La Montaña. Cualquiera de ellos ofrece la muestra de una crisis brutal extendida en el país por casi dos décadas, y de la superficialidad con la que se aborda el fenómeno, sobre todo en un año electoral.
El primero en difundirse da cuenta de un supuesto ataque con drones en una comunidad del municipio General Heliodoro Castillo. Las imágenes tomadas en la escena muestran una camioneta pulverizada con cinco personas dentro. Los criminales se habrían llevado a otras 19. El segundo de los casos tuvo lugar a mitad de un palenque de gallos en Petatlán, en la región de la Costa Grande. La masacre dejó cinco muertos y veinte heridos. El mismo sábado por la noche, tres hermanas -dos de ellas comerciantes de pollo y la otra maestra de primaria- murieron acribilladas a las puertas de su casa, en Chilapa de Álvarez.
En los hechos de Heliodoro Castillo y Petatlán, pobladores y autoridades hablan del enfrentamiento entre dos grupos criminales: La Familia Michoacana y Los Tlacos. Ambas organizaciones llevan años imponiendo condiciones en la región mediante actos violentos e intimidatorios que van del asesinato y la desaparición, hasta la extorsión, secuestro y reclutamiento forzado de adolescentes y jóvenes.
La Familia Michoacana fue señalada por la fiscalía estatal como autora del atentado que costó la vida a su representante regional en Tierra Caliente, el mayor Víctor Salas, así como del levantamiento temporal sufrido por la coordinadora de Ministerios Públicos en la misma región, Jaqueline González, en septiembre pasado. De Los Tlacos, a su vez, se tiene registro puntual desde 2012 como el grupo delictivo que asola a comunidades y pueblos de los municipios que corren desde Taxco hasta la Costa Grande.
La crónica oficial da cuenta de la rivalidad entre unos y otros de la misma forma en la que se ha contado el resto de “La guerra contra narco”, el de una batallada encarnizada por el control de “La plaza” y el consecuente dominio de las rutas del tráfico de drogas. Pero los hechos en Guerrero guardan similitud con lo visto en otros estados como Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas, Zacatecas o Michoacán, el de la coincidencia del terror que nace de la violencia criminal en zonas donde sucede o se proyecta la explotación minera, energética y la construcción de megaestructuras.
Reducir cada episodio violento a una confrontación entre organizaciones rivales logra el mismo efecto que atribuirles la totalidad de los males sociales. Les confiere un estatus de poder alterno al del Estado y no el de parte integral de un sistema depredador que encuentra en la esfera del narco el mejor pretexto para hacerse de territorios clave. ¿Quien voltea los ojos hacia la industria minera o los dueños del sector energético? ¿Quién hacia los empresarios, políticos y gobernantes que cuentan con información privilegiada y se sirven de los aparatos e instituciones de inteligencia y seguridad? Lo han hecho algunos ambientalistas, comuneros y ejidatarios que viven bajo asedio, están desaparecidos o muertos.
El ascendente de Los Tlacos en los municipios que componen el cinturón de oro en Guerrero y las zonas aledañas no es gratuito ni ocurrió por obra y gracia del cultivo y tráfico de droga. Hablamos de un corredor que desde fines del siglo pasado estaba llamado a convertirse en el máximo desarrollo minero de México y que hoy constituye el segundo yacimiento nacional de oro y el octavo en el orden mundial. Es un lugar al que arribaron las grandes mineras canadienses a convencer de la extracción, por las buenas o por las malas, a legiones de nativos que forman parte del núcleo más empobrecido, pagando una renta anual que les significa nada, pero que a los pobladores les convierte en objetivo de extorsión y secuestro, y nutre a las bandas de poder asesino e impunidad porque termina por servir a los grandes intereses que envuelven la industria.
Durante años, las víctimas de esta codicia territorial se han expresado en términos similares. Apuntan hacia la corrupción de todo tipo de autoridad, al simulacro de investigaciones y promesas de justicia. Han sido testigos de la confabulación de los cuerpos de seguridad, civiles o castrenses, y también de la forma en la que los hechos se narran de manera efímera y superficial.
Es lo que permite licencias discursivas en tiempos de campaña política. Una candidata que se dirige con frases hechas cada que ocurre una tragedia. Es decir, un día tras otro. “En la Cuarta Transformación no cabe la corrupción”. “Se atienden las causas”. “Hay cero impunidad”. Y otra que vive en el extravío intelectual y la indefendible maniobra corrupta y criminal que han legado los partidos que la postulan, lo que solo le permite la crítica hueca y barata.