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Estados Unidos, una luz que se apaga

Juan Cristóbal Cruz Revueltas

07/11/2024

En 2017, aún se podía creer que Donald Trump era una anomalía en el paisaje político estadounidense, pero las recientes elecciones lo transforman en un fenómeno profundo de la sociedad americana. Basta pensar, por ejemplo, en lo que esto significa para el futuro de la Corte Suprema. A lo largo de la historia del país, ella había facilitado algunos de los cambios culturales más importantes. Piénsese en temas como la segregación, los derechos de la mujer e incluso la famosa decisión de “Marbury v. Madison” (1803) que reconoció el poder de la Corte para declarar inconstitucionales las leyes del Congreso y las acciones del ejecutivo. Este papel se fue desdibujando desde la primera administración de Trump. En ese periodo el recién reelecto presidente nombró a tres jueces en la Corte Suprema. Seguramente dentro de poco podrá designar también al sustituto de la jueza Sonia Sotomayor, nombrada por Obama en 2009. De ahora en adelante, la Corte será un verdadero bastión del trumpismo que marcará la agenda normativa de la próxima década. Pero, además de la Corte Suprema, Trump tiene ahora el control del Senado, la Cámara de Representantes y, según parece, llevará a buen término su intención de colonizar el aparato judicial y la administración federal.

Sin duda, esto marca el fin del ciclo histórico de la gran narrativa americana. Durante mucho tiempo fue común la idea de que la sociedad americana reposaba sobre un consenso fundamental, una especie de religión laica compartida por todos los estadounidenses. De modo que un historiador como Richard Hofstadter podía afirmar: “ha sido nuestro destino no tener ideologías, sino ser una”. Este consenso respecto a un conjunto de valores se reflejaba en el respeto común hacia las instituciones. En particular, respecto a la Corte Suprema y la Constitución. Recordemos, por ejemplo, a Al Gore acatando sin pestañear la (dudosa) resolución de la Corte que ponía fin a la disputa sobre el recuento de votos y que le hacía perder las elecciones presidenciales del 2000.

La amnesia o el perdón del electorado estadounidense frente al ataque al Capitolio y la reelección de Trump ponen fin a la imagen de “la ciudad que brilla sobre la colina”. Es el ocaso de la idea de una excepcionalidad americana como nación modelo de la política moderna y de la democracia global. A partir de ahora, la retórica trumpista la sustituirá por el “America first” y la idea de que el gobierno se debe sólo a sus propios ciudadanos. Es comprensible que este sea el escenario soñado por los autócratas de todo el mundo: el fin del multilateralismo, de los derechos humanos y de la democracia como valores universales. Muchos verán esto como una invitación para que cada potencia domine libremente sobre “sus” zonas de influencia y para que cada autócrata someta cínicamente a “sus” ciudadanos. Paradójicamente, no significa un repliegue completo de Estados Unidos; en su lugar, es probable que Trump promueva, como agenda conservadora global, un modelo de gobierno similar al de Viktor Orbán, el autócrata húngaro. Hipótesis que, en este momento, estarán saboreando personalidades como Putin.

A pesar de las solemnes advertencias de los más altos rangos militares y políticos que trabajaron con Trump en su primer mandato –algunos incluso calificándolo de fascista–, la gente votó nuevamente por el antiguo presentador de televisión. ¿Significa esto que hay 72 millones de fascistas en Estados Unidos? Según John Bolton (Le Figaro, 6 de noviembre), su asesor de Seguridad Nacional durante su primer mandato, muchos republicanos votaron por Trump a regañadientes, convencidos de que sería peor con Harris. También la clase media votó mayoritariamente (un 51%) por Trump, siendo que en 2020 había votado mayoritariamente por Biden (el 57%). Una diferencia del 9%. ¿Qué sucedió? Quizás muchos confundieron una correlación con una causalidad. Como aquellos que atribuyeron, sin más, a Trump o a Biden el estado de la economía durante su gestión. Sin embargo, el miedo al “wokismo” y a propuestas, como aquella de Kamala Harris destinadas específicamente a sectores como los “Black Men”, parecen haber jugado un papel importante. Como anécdota, hace unos meses asistí a una conferencia del filósofo Peter Sloterdijk en el Colegio de Francia. En ella, su interlocutor, un intelectual neoyorquino de aparente origen caucásico, conocido editorialista de una importante revista de esa ciudad, afirmó sin más: “el hombre blanco ha infectado el planeta”. Este tipo de posiciones, de gran narcisismo inverso y que recuerdan el triste vocabulario de los años 30 del siglo pasado, podrían explicar que muchos votantes moderados hayan preferido optar por lo que se parece más a “su propia tribu”: la trumpiana.

Como es de suponer, ante este nuevo escenario, los europeos se sienten como los grandes perdedores de las elecciones americanas: barruntan una guerra comercial y dudan del apoyo militar de Estados Unidos frente a Rusia. En particular, la presencia de tropas norcoreanas –una “potencia asiática” en Europa– es percibida por muchos mandos europeos como una bofetada. En tanto que última “potencia” que defiende la democracia, los europeos se sienten solos. No sólo los europeos; de ahora en adelante, el mundo en general tendrá que aprender a vivir sin el liderazgo de Estados Unidos.

X: @jccruzr