Donald Trump o el desenfado del poder
Israel Covarrubias
06/11/2024
Los resultados de la elección norteamericana advierten el nacimiento de un tablero político nuevo en el contexto global. Lejos de pensar que el populismo es una ola pasajera, como muchos analistas en las dos orillas del Atlántico nos han machacado en la última década —el contexto comunicativo e intelectual latinoamericano no se queda atrás—, este llegó literalmente para quedarse.
Contra todo pronóstico, la asociación ideológica de cariz negativo entre populismo y polarización ha producido un efecto contrario a los deseos de cancelación que tanto los fast thinkers, como los analistas más refinados en ámbito liberal-democrático, señalan con insistencia, a pesar de las evidencias de que el mundo político estaba moviéndose justo a otra parte. En términos globales, vivimos en un régimen cultural y político de la división, no del consenso, mucho menos de la institución.
Cuando la polarización y el populismo se volvieron los términos más recurrentes y satanizados de referencia para identificar los problemas principales con la democracia, rápidamente buscamos indicar quién era el presunto culpable de la generación de la crispación social, así como de las fracturas y los resentimientos en contra la democracia. Y encontramos en los populistas a los personajes idóneos para cubrir ese vacío. Pero poco nos interesó descifrar el mecanismo que la polarización escondía respecto a las formas de socialización de lo político en la política actual.
¿Quién le teme a la polarización?, ¿por qué estamos convencidos de que su mera enunciación es contraria a los fines que persigue el juego democrático de nuestra época? Si se insiste en que la polarización produce efectos negativos para la política, seguiremos observando el ascenso de plataformas partidistas y sobre todo de líderes que llegarán al poder sin que tengamos la capacidad de advertir la estructuración del nuevo orden político. En cambio, parece que la polarización es un poderoso aglutinante de las necesidades simbólicas y reales de las masas de ciudadanos invisibles que produce la democracia, y que se pliegan exitosamente con las necesidades de poder y excepción de ciertas élites políticas y económicas que no están cómodas con el principado normativo de la democracia, y mucho menos con su credo ideológico y cultural. En particular, porque no comparten esos valores ni esas normas, y están convencidos de que no están obligados a compartirlas, como es el caso de la asociación entre Elon Musk y Donald Trump, lo que supone que su crecimiento es inversamente proporcional al decrecimiento de las formas que adoptaba la ley, el poder y el saber en la democracia.
La elección en Estados Unidos es el parámetro de dos hechos inéditos.
Primero, aquel representado en la “parábola Biden-Harris”, lo que significa el cierre definitivo de un estilo de hacer política en la democracia que viene de lejos. Para dar una aproximación histórica, es la clausura de la política democrática que se fundo en el contrato global que nace al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando la educación para la democracia que incluía, entre otras cosas, una serie de valores como la libertad, la igualdad, la tolerancia, la paz y los Derechos Humanos, devino la moneda de uso corriente en los países que estuvieron involucrados en el conflicto bélico. Un contrato centrado en el rol que jugarían los partidos políticos como agencias de mediación precisamente respecto a la socialización y educación políticas. Y de ahí, irradiaron su fuerza creadora hacia el resto del mundo. Una idea de democracia que se dirigía a su reforzamiento fronteras adentro del Estado nación, articulada alrededor de una noción fuerte de pluralismo, disenso y oposición, que adoptó la forma política que hoy sigue siendo señalada y enseñada en los cursos de ciencia política como la base de toda democracia, como si su matriz no hubiera cambiado en los últimos ochenta años. Olvidamos, por lo demás, que la polarización es un efecto directo del pluralismo, porque donde hay muchos que disienten, siempre existirán divisiones, oposiciones y derrumbes.
Segundo, Donald Trump es la coronación del nuevo tablero de la política, local y global, en la medida de que, a pesar de su pasmosa lentitud para moverse en el escenario, es un elefante que está en plena sintonía con la aceleración del tiempo que vivimos, y que fue posible gracias al impulso de la tecnología como motor de “otra” política. En este sentido, la alianza Trump-Musk es reveladora, porque nos perdemos en la repulsión que provocan ambos personajes, y desatendemos la serie de implementaciones que han construido para llevar la política en la democracia hacia un escenario que poco o nada tiene que ver con lo que habíamos aprendido y observado en las décadas pasadas. Es decir, la apertura de un flujo continuo de fragmentación de la información y la comunicación que instaura la primacía del flash por encima de la argumentación, el espíritu narcisista por encima del sufrimiento social, la frivolidad como regla común que atrapa al ciudadano que hoy no tiene nada que perder, porque ya lo perdió todo.
Frente a ello, solo hemos podido levantar muros efímeros de una retórica democrática en una táctica frontal contra el populismo, y este es el problema. En el combate cuerpo a cuerpo, cara a cara, estamos en desventaja, porque la “vacuna” anti-populista que heredamos del siglo pasado hoy se nos escurre entre los dedos, al grado de que solo balbuceamos e insistimos con vehemencia una y otra vez en que la ley y los derechos son importantes, que las instituciones son una maravilla, que basta con ajustarlas, que mis ideas son mejores que las de los invisibles, que nada de esto puede ser posible, etcétera. Sin embargo, la palabra de toque de este nuevo escenario es clara: destitución a toda costa.