El anatema de Trump (cuarta parte)
Israel Covarrubias
05/11/2024
Vivimos en una época que, pretextando “estar mal”, desarrolla nuevas estrategias de poder sintomatológico. La burbuja del populismo que explota con Donald Trump fue incubada desde el último tercio del siglo XX. No es un síntoma cualquiera de nuestro tiempo, junto a la depresión, la fragilidad y la banalidad. El magnate norteamericano es un capítulo del poder sintomatológico que traduce el proceso, a escala global, de negación de la política, con independencia del tiempo que estuvo en el vértice del poder o de un posible regreso en este turno electoral.
Esto no quiere decir que el siglo XXI sea el siglo de la política negativa. La negación de la política es el siguiente escalón de la política negativa, aunque al igual que esta última se coloque en la espiral sin fin del pluralismo radicalizado de la democracia, donde cualquiera puede entrar a la contienda democrática si logra la generación de una opción política a partir de ciertas condiciones: 1) dinero; 2) amigos dispuestos a ensuciarse las manos; 3) constitución del capitalismo político amoral; 4) la explotación del tufo de la indignación y el resentimiento que construya una plataforma vindicativa del tipo “alguien nos debe, alguien tiene que pagarla”; 5) un lenguaje casi pendenciero que prohíbe el uso de ideas abstractas, filosóficas o teóricas; 6) sobreexposición en redes sociales y medios de comunicación, necesaria para la consolidación del liderazgo populista por afuera de la estructura convencional de las instituciones y de los procesos políticos.
En la época de la negación de la política, identificarse con el bando de los vencedores o el de los vencidos es la misma ecuación. Si sabemos que los vencedores son pocos en términos numéricos, tan pocos que son reconocidos como oligocracia, plutocracia o kakistocracia, la aproximación a su cuadrante no realiza el sueño de ser vencedores por contigüidad. De hecho, es el despliegue de lo político lo que coloca en escena tanto el poder kakistocrático (como el de Nicolás Maduro en Venezuela), el poder oligocrático (como el del PRI de Enrique Peña Nieto en México), como el poder plutocrático (como el de Donald Trump).
A la par del desarrollo del pluralismo y de los niveles de igualdad, la sociedad democrática, con su pretensión de mantenerse siempre “abierta” al otro “imaginado” o “real”, permitió —de hecho, no podía negarlo— el incremento de los flujos y valores sociales no necesariamente afiliados a las convicciones democráticas. Su consecuencia está a la vista de todos: el aumento de crispaciones y fanatismos, donde la sacralización es el momento inmanente de la política visceral, así como el lubricante de los fanatismos de corte secular. Ya Kant advertía: “El fanatismo es […] una arrogancia piadosa y lo ocasiona un cierto orgullo y una exagerada confianza en sí mismo para acercarse a las naturalezas celestes y elevarse en un vuelo extraordinario sobre el orden común y prescrito. El fanático habla solamente de una inspiración inmediata”.
La era del consenso de la democracia después de la caída del Muro de Berlín y del colapso de diversas formas de gobierno antagónicas a esta es sustituida por la era de la globalización de la democracia a través de su fragmentación nacional, donde el sucedáneo de la política negativa es el populismo que, además, está más acoplado con la dinámica del capitalismo contemporáneo. Hablamos de un fenómeno inédito que en Trump encuentra una evidencia histórica sólida. Por ello, el caso norteamericano no es un accidente, es el resultado de la evolución democrática y del desarrollo del capitalismo contemporáneo. Del mismo modo, es una de las causas del resurgimiento populista, ya que existe una coincidencia entre capitalismo, democracia y mercantilización de la idea de pueblo como matriz de la reproducción política del capital, tanto en su dirección política como en aquella económica. En este punto es que nos encontramos con lo que hoy se juega en Estados Unidos.